En mi casa,
vestirme
es un lunes
de mierda.
La cortina
que no tapa
y el sueño
pegado a mi
espalda
pesa como
una entraña viva.
Salgo con un
beso
y el
desayuno en la palabra,
busco la
tierra, su rumbo
y me entrego
al sufrimiento
de las
distancias,
para entrar
al lugar
donde
fabricaré
leche para
mis hijos,
ropa para el
invierno,
sueños para
el mediodía
y jubilación
anticipada.
Donde además
buscaré
horas extras
para
comprarme ese libro
que tan bien
lucirá
en mi cerebro.
Entonces
lograré ser
empleado de
todos,
propietario
de una ilusión,
dependiente
de la miseria.
Acumulare
proyectos inconclusos,
y en ese
trance alienado
el reloj me
dará con sus horas
en el
viernes,
sin haber
podido llegar al jueves.
Desde hoy
tengo que proyectarme
como una
estrofa de la lluvia,
a bañarme de
espera
a ser otra
vez el hijo, el padre,
el esposo
que ama inmenso
y el gran
imbécil que la gente aleja
y la tierra
proscribe
porque
quiere subvertirla toda
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